Sergio Pitol, viajero de ficciones
Claudia Domínguez
Claudia Domínguez
Fotografía: Gabriela Bautista
La transformación por obra de la literatura de un niño asomado a la ventana para ver el mundo a lo lejos, sitiado por la fiebre y salvado por la imaginación, en la del hombre viajero y aliado de las palabras que encontró reposo en la húmeda y laberíntica ciudad de Xalapa es lo que se relata en la siguiente entrevista[1] que publicamos como un homenaje a la memoria de este mexicano universal, fallecido en la capital veracruzana el 12 de abril de 2018, a los 85 años de edad.
Escritor nacido circunstancialmente en el estado de Puebla, en 1933, Sergio Pitol ve pasar su infancia y adolescencia en Veracruz, y el resto de su vida en varias partes del mundo, primero como el joven errabundo que se traslada a la Ciudad de México a estudiar Derecho y que luego es colaborador en varias editoriales como Novaro, la Compañía General de Ediciones y Joaquín Mortiz. Hacia 1961, vende cuanto puede de sus pertenencias para marcharse a Europa, dejando como salvaguarda la deuda pendiente de un cuadro de Pedro Coronel que le vendió a un amigo y quien prometió pagarle enviándole el dinero necesario para el barco de regreso; sin embargo, el amigo se desentendió de la deuda y el viaje se prolongó allende el mar casi treinta años.
La primera publicación que realiza es la plaquette Victorio Ferry cuenta un cuento, la historia de un niño desamparado que guarda alguna semejanza, producto de la admiración, con el «Macario» de Juan Rulfo, con su narrativa como «ventana abierta por la cual entraban aires nuevos», según palabras del mismo escritor, y mediante la cual la generación a la cual él pertenece encontró un escape de la literatura que hasta entonces venía leyendo. Días después le seguirá Tiempo cercado, un libro de relatos. Ya más adelante, durante su estancia en Europa escribirá Infierno de todos, editado por la Universidad Veracruzana, y Los climas. Al margen de las modas literarias y al abrigo de culturas poco conocidas escribirá El tañido de una flauta. Asimismo, la influencia del ambiente que le tocará vivir cuando se encuentra en el servicio exterior mexicano en diversos países, de alguna manera se deja sentir en el después denominado Tríptico del carnaval (que comprende las novelas: El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal), a las que le seguirán o les serán paralelos, según sea el caso, numerosos ensayos, prólogos, traducciones de la obra de Henry James, Gombrowicz, Conrad, Austen y otros.
Iniciemos, pues, es el viaje, que no tiene más que la intención de invitar al mundo del autor de El arte de la fuga y Pasión por la trama, un hombre que buscó la tranquilidad y un buen día merced a su obra y variados reconocimientos, no tiene más que tomar con naturalidad el hecho ser despertado por un teléfono que le dice, sin más, desde el aire de una entrevista, al aire, en un noticiero ¡en Arequipa!
¿Cuál es la relación que usted guarda con la literatura y el viaje? Entendiendo a la literatura como un viaje en sí mismo, y el viaje en concreto, porque su vida ha sido algo así como una «errancia sin fin»… es decir, en términos de viajes de lo imaginario y lo real.
Para mí la conexión entre lectura viaje, entre novela y viajes, surge desde la primera infancia. Desde el momento en que aprendí a leer se dio esa similitud, esa cercanía. Tendría seis años, más o menos, cuando llegó a mi casa en Potrero, Veracruz, una tía, hermana de mi padre, que me llevó algunos libros. Yo era un niño enfermo, tenía paludismo, en esa época era bastante difícil erradicarlo, era un vasallaje bastante fastidioso por las calenturas, las «tercianas» –como se llamaban– venían y se iban, subían altísimo, y entonces nunca sabía uno si podía salir a la calle y le tocara en las pocas horas de estar fuera un choque de éstos, de alta temperatura. Pasaba casi todo el tiempo en mi casa, la mayor parte del tiempo recostado una cama; fue entonces cuando llegó mi tía con unos libros de Julio Verne.
Recuerdo que el primer libro que entró a mi vida fue Dos años de vacaciones, de Julio Verne, una visión totalmente distinta, radicalmente diferente a la que yo conocía como niño encerrado en casa. Esta historia de un grupo de niños escolares que suben a un barco, en el cual van a hacer al día siguiente un viaje marítimo que les ha regalado el colegio y sus padres. Ellos suben antes de la tripulación y una amarra se rompe, se suelta, y al día siguiente ya están muy lejos del puerto de donde tenían que salir en Nueva Zelanda, creo. Durante dos años viven en una isla desierta, lejana, que quedaba muy fuera de las rutas marítimas y tienen que aprender a reconstruir todos los conocimientos de la tecnología para vivir, hacer una casa, domesticar animales, sembrar, construir los elementos de labranza, hacer la ropa, el calzado, las velas. Hacer todo esto significa una cantidad enorme de actuaciones, desde tener abejas, hacer los cajones para ellas, saber recoger la miel y la cera que después se convertía en veladoras. En fin, toda esa experiencia de unos niños en un mundo perdido me resultaba prodigiosa, a mí que no salía casi nunca de mi casa, que veía yo desde una terraza de un segundo piso el jardín y a lo lejos la figura del ingenio, la sombra del ingenio.
Eso me marcó la vida. Yo creo que desde ese momento estaba yo destinado a ser un escritor, a ser un hombre de letras. Durante varios años leí casi todo Verne, leí El tesoro de la juventud, que enseña tanto y tan amenamente lo que es la historia, la geografía, la literatura, la poesía, miles de cosas. Me lo regaló en un Día de Reyes mi tío, mi tutor, Agustín Demeneghi. Y luego, a partir de eso, seguí leyendo, ya no cosas para niños, ya no cosas para adolescentes, sino libros, novelas superiores a lo que pudiera ser la comprensión de un niño de mi edad, al grado de que a los doce o trece años, leí ya La guerra y la paz, los siete volúmenes de Tolstoi. No sé qué pude haber entendido de aquel libro maravilloso, de aquella que es la mejor novela del mundo, tan compleja, tan sabia, pues la leía yo con una vehemencia, con una voracidad enorme.
Y a veces pensaba yo en qué destino tan terrible era el de mi hermano mayor que tenía que ir a la escuela, que jugaba beisbol, que montaba a caballo, ¡cosas tan pedestres, tan aburridas!, cuando estaba ese mundo de los libros que lo llevaban a uno hasta los principios de la creación y lo paseaban por todas las épocas de la historia y lo acompañaban en el viaje y lo dirigían en viajes a través de todo el mundo, o lo llevan al fondo de la tierra o a la estratósfera, a todos estos lugares a los que la literatura lo convoca uno. Entonces, eso me marcó fundamentalmente en mi visión del mundo. Sentía yo la literatura, sentía que el mundo estaba en los libros, que las historias que estaban en los libros eran muchísimo más atractivas, más hermosas, más heroicas que las tontas historias que sucedían en el pueblo y de las cuales me enteraba por las conversaciones. Convertí la vida real en una vida apaciguada, grisácea, colmada de afecto, de cariño familiar pero donde no sucedía nada de lo que debería suceder; y los libros, donde sucedían revoluciones, transformaciones del mundo fabulosas, eran los libros donde pasaba la mayor y la mejor parte de la vida.
Bueno, ahí empiezan los viajes imaginarios, ¿pero y los viajes reales?
Después de unos años, ya en la secundaria, pude ir a la escuela normalmente y un mes antes de cumplir los 17 años llegué a la Ciudad de México para hacer estudios de Derecho. Llegué con una salud magnífica, sin males, sin nada, y con una sensación que me daba esa salud, como de una inquietud vital que me hacía sentir que yo había nacido para comerme al mundo. Así que en cualquier cosa en la que podía yo sacar un viaje, encontrar las posibilidades de viajar, la aprovechaba, y muy joven, todavía adolescente, empecé a hacer viajes por la república, en Estados Unidos fui a Nuevo Orléans, a Nueva York, viajé a Cuba, a Venezuela, y todos esos viajes lo sentía como que me eran debidos. Quizá sentía que todos los niños habían viajado mucho como en las novelas y que yo no, y por eso tenía que desquitarme.
Y esta noción de viajar, de estar fuera, de estar en movimiento, estuvo siempre presente en mí, al grado de que en el año 60, 61 pensé en hacer un viaje a Europa. Pensé que estaba retardando una experiencia cultural importante, que era la de visitar, la de conocer los santuarios culturales más importantes de la arquitectura, de la historia, de las letras: Europa. Y me fui, vendí, me acuerdo, cuadros, libros, algunas cosas para poder pasar algunos meses viajando por tres o cuatro países importantes.
Decidí que cuando se me terminara el dinero, salvo una parte, que era lo que costaba un pasaje de barco –en aquella época se viajaba en barco, todos viajábamos en barco–, decidí que cuando se me acabara el dinero, con esa cantidad aparte compraría el boleto de regreso a México, y volvería, se acabaría el viaje y seguiría trabajando en empresas editoriales, como trabajaba entonces.
Pero cuando llegó ese momento, me lo jugué todo, me dije que era estupenda mi estancia. En ese tiempo en Roma había empezado a escribir después de unos años en los que ya lo había dejado, como si yo hubiera acabado, después de haber escrito un libro de juventud. Y ahí empecé a escribir y allí empezó mi concepción literaria, la concepción que tuve de mí como escritor, y me gasté el dinero para el pasaje, teniendo todavía una reserva más de un conocido mío de Córdoba, que cuando estaba viviendo en México me había comprado un cuadro muy bello de Pedro Coronel, sin habérmelo pagado, con la condición de que cuando yo le dijera: Necesito ese dinero, él me lo enviara. Hice la petición del dinero y nunca me contestó. Entonces tuve que empezar a conseguir trabajos, porque no podía quedarme ahí sin nada, tenía que pagar pensión, alimentos.
Y comencé a trabajar como free lance, como intérprete, como guía de turistas, a veces, en Roma y sus alrededores, para viajeros mexicanos o sudamericanos. Y de hecho, para no añadir más, es que me pasé 28 años viviendo de distintas formas. Fui traductor. Por fortuna, antes de salir había estudiado idiomas, había hecho ya antes de mi viaje algunos intentos de traductor literario, y eso me salvó de muchas trampas, de muchos escollos, de muchas dificultades. Porque un traductor se puede mover fácilmente siempre y cuando tenga una máquina de escribir, y trabajé muchos años como traductor, como empleado de editoriales, una vez tuve una beca en Polonia, di clases en Inglaterra, en la Universidad de Bristol, y desde 1961 hasta 1972 yo me mantuve de esa manera y fue para mí un periodo de gran enseñanza, un periodo muy precario, muy escueto en cuanto a mis necesidades, pero me fue de una formación, fue el tiempo en el que tuve un concepto del mundo, y también una formación literaria cada vez mayor.
En 1972 fui invitado a ser agregado cultural en Polonia. En esa época había aprendido el polaco y había hecho algunas traducciones en ese idioma. Entonces pensé que estaría bien volver a Polonia a hacer algo más sedentario, ya con una posición económica mejor, no ir a salto de mata como hasta entonces. Y a partir de este año de 1972 y hasta el 1988 estuve en el cuerpo diplomático.
En alguna ocasión usted decía que en el servicio exterior, con esa circunstancia si bien favorable en términos prácticos, hubo algo que le hizo querer huir de aquel ambiente y encontró refugio en el lenguaje literario.
Claro, sobre todo en la última etapa, en la que llego a ser embajador, porque los años anteriores fui agregado cultural en distintas partes: en Varsovia, en París, en Moscú, en Budapest. Y a pesar de que había estos modelos distintos, sistemas que dividían al mundo entonces, a Europa concretamente, para un agregado cultural casi todo el mundo al que uno conocía, al que uno se internaba, tenía siempre relación con el de los otros países. Siempre había las mismas riñas que existen entre los escritores o las mismas pendencias, grupos con una dirección literaria y otros contraria; en el teatro, había estas dos tendencias, una era el ir hacia adelante, hacia los experimentos potenciales que puede tener la escena, y otra tendencia era afirmar las actitudes del pasado, estetizarlas, hacerlas clásicas, vitales en su perfección. Y cuando llegaba a un país sentía que tenía mucha relación con el país en que había estado antes, trataba mucho con los mexicanistas, con hispanistas, que eran el núcleo más cercano al agregado cultural, la gente que trabajaba sobre historia de México en aquellos países, sobre arqueología, sobre arte, y en donde encontraba yo siempre modelos ya previstos.
En cambio, cuando fui embajador, como representante del poder ante el poder, encontré otra forma que había yo vislumbrado en las embajadas pero que no la había vivido. Esta cosa del lenguaje diplomático, donde todo lo que se dice, se dice de una cierta manera para que no parezca que uno niegue pero tampoco afirme otra cosa. Siempre hay un cierto lenguaje en clave con el cual también se escriben las notas a las oficinas gubernamentales. Y al contacto con esa escritura cifrada, casi, que tiene otra perspectiva, otras instancias, yo por mi parte volvía a un lenguaje más terreno, más popular, más movido, más versátil que el que había trabajado en mis anteriores libros. Eso también permitió una evolución en mi carrera literaria.
Como más hacia la parodia…
Sí, todo me parecía parodia. Todo me parecía caricatura, momentos de carnaval. Entonces también era un mundo que me ofrecía muchos personajes, muchos estereotipos, personajes que con el tiempo se convertían en estereotipos, que yo podía aprovechar sin hacer retratos reales, sino utilizando todo ese estilo universal que tiene cierto tipo de diplomáticos o de funcionarios y de sus familias. Me permitió eso tener un mundo muy variado, muy diferente del que yo había tratado. De ahí salen muchos de mis grandes personajes.
Usted es un cuentista, un novelista que también ha ejercido la crítica literaria, y hay una influencia obvia de Bajtín en usted, esto es, usted representa un caso especial de escritor que en determinado momento escuchó a la teoría literaria.
Lo que me pasa es que yo soy muy romo, muy lento para la teoría literaria, para los conceptos abstractos. Pero en una ocasión, después de una operación muy difícil, muy perturbadora, que me dejó una convalescencia muy larga y un estado de postración fuerte, me mandaron los médicos a hacer unos ejercicios de recuperación en un lugar maravilloso que es Marienbad, en la parte alta de Bohemia, en la frontera entre lo que era Checoeslovaquia y Alemania, un balneario fabuloso. Bueno, eran dos centros de curación: el Karlovy Vary y el Marienbad, y estuve en ambos lugares que eran de cura desde el siglo XVI, XVII, donde se curaban los emperadores de tres imperios, de Austria, de Prusia y Rusia, con sus respectivas cortes, sus respectivas iglesias.
Eran lugares que parecían museos al aire libre, museos de otras épocas, otras arquitecturas, con estos sanatorios fabulosos como los de La montaña mágica de Mann, y palacios y restaurantes fastuosos, de muchos siglos, y teatros preciosos también del siglo XVIII, porque estaban ahí estas cortes y llegó ahí la parte de cultura y entretenimiento, el teatro y la música. Entonces veía uno por todos lados: aquí vivió Goethe durante cierta temporada, en este lugar estuvo durante el invierno de cada año Mozart, o Beethoven, o Brahms, aquí escribió Wagner Parsifal, digamos, o La caída de los dioses, pero sobre todo una, muy famosa, Tristán e Isolda, aquí la escribió. Bueno, eran lugares en donde habían vivido durante tres siglos, y creado, muchos escritores, muchos músicos, muchos pintores y todo esto en ese lugar que era Marienbad…
En una ocasión, cuando estaba muy, muy pocos postrado, estuve una temporada en cada uno de los dos sanatorios y me había llevado entre mis libros el de Bajtín sobre Rabelais: La cultura popular a finales de la Edad Media y a principios de Renacimiento, y cuando lo empecé a leer me pareció que era un libro que estaba escrito para mí, en esos momentos de postración, de dificultad, de aspiración a la vida, de una aspiración a una libertad física, de movimiento. Cuando va Bajtín hablando de lo que es el cuerpo, de lo que es la vida, lo que es la sangre, y que tiene toda esa parte vital como enemigo: las estructuras cerradas, los cánones, las reglas sociales, religiosas o políticas u oficiales, sentía que era para mí como un medicamento, una cosa que me iba a restablecer. La risa es 20 mil veces más curativa que la melancolía o la tristeza. La risa es un arma, el humor es una de las cosas de las que uno puede disfrutar y utilizar como instrumento de vida. Entonces la herencia, lo que me dejó Bajtín, es ese elemento, ese tenor vitalista y no la ciencia de la literatura.
«La risa es un arma»: Pitol. En la foto, cartel con la célebre fotografía que hizo Alberto Tovalín,
en donde se refleja parte del temperamento del escritor y que pervive en su obra.
De hecho, usted como crítico es muy digerible, no hay que hacer grandes abstracciones para leer sus comentarios sobre literatura. En sus prólogos, en sus ensayos lleva de la mano al lector, simplemente le facilita algunas cosas pero no trata de que el aparato crítico sea pesado.
Bueno, sí cuando escribo sobre algún libro, sobre algún autor, alguna escuela, lo único que me interesa es un texto que trate de hacer partícipe al lector de un placer que he recibido, un placer intelectual, rítmico, por la música verbal, y trato de hacerlo como una cosa segregada de mi vida cotidiana. Lo otro a mí me interesa muy poco y no me ha ayudado nunca a escribir.
Hay otro teórico de la literatura, Viktor Shklovskij, que allá por 1908, 1910, esbozó una teoría literaria, una literatura de la prosa que yo leí con mucho placer, con mucha emoción, porque tampoco daba recetas, sino que se sumergía en el jugo o la tinta en la que estaba escrita la obra. Todo esto, cómo construir una obra, qué procedimientos son los que se ven en una obra cuando uno la lee; los procedimientos teóricos, los trataba Shklovskij con un lenguaje poco refractario. Otros compañeros suyos, creadores del formalismo ruso, como Boris Eichenbaum y Yuri Tyniánov, se acercaban la literatura con una verdadera veneración por ella, con un placer, con una adoración, no como otras escuelas, o como algunos discípulos de quinta generación, que la literatura les parece solamente una materia prima donde se aplican fórmulas. Entonces con esos, con los rusos, tanto con los formalistas como con Bajtín, y en esta parte más literaria que científica, me identifiqué mucho y aprendí mucho como escritor.
En la presentación de El tríptico del carnaval usted habló del antihéroe, en especial del caso del personaje de Dostoievski, de Memorias del subsuelo. ¿De qué manera esos antihéroes, esos personajes movidos por…
… por el absurdo a veces, por el rencor al mundo y a la sociedad en otras ocasiones, por su sentimiento o complejo de inferioridad.
El antihéroe puede ser de distintas maneras: fatídico, casi loco, violento o pasivo, o también seres muy dulces que sienten ser hombres y mujeres superfluos en el mundo porque la sociedad no les permite desarrollarse, no pone los ojos en ellos.
Yo creo que el término antihéroe, el primero que lo empleó fue Dostoievski, o por lo menos el primero que lo hizo célebre. Dostoievski, en esas Memorias del subsuelo, habla concretamente de su personaje, un personaje terrible, como un antihéroe, y hace un recorrido por todas las cloacas y las zonas sucias y las zonas desaseadas, pestilentes, que están en el interior de una persona. El antihéroe dostoievskiano se mueve por los impulsos, por los vapores de zonas tenebrosas, oscuras, pestilentes y venenosas.
Pero hay en el siglo XIX ruso, un poco antes de Dostoievski o en los tiempos de él, en algunos contemporáneos o escritores posteriores a él, una legión de antihéroes, quizá por las consecuencias de la Rusia del siglo XVIII, XIX, con una cultura inmensa, pero también con un peso de autoridad por encima de la ley, de la sociedad que crea antinomias muy violentas.
Hay ciertos personajes que son derrotados de alguna manera y crean un antihéroe. Y ese personaje, por los tiempos de Dostoievski, aparece también en Estados Unidos, en Herman Melville, en Bartleby, el escribano. Muchos de los antihéroes rusos eran también escribanos, que era como una profesión que no le permitía al hombre desarrollarse sino estar escribiendo actas, o crónicas de la vida, de la actualidad, como son las actas de los notarios o de los abogados, o de los jueces, donde están viendo, contemplando la vida pero sin participar en ella. Y yo creo que por eso hay tantos escribanos como primeros antihéroes. Y luego con el tiempo, el antihéroe va suplantando en importancia al héroe. En nuestras grandes novelas, a partir de Kafka, ya no son enemigos de la sociedad, como en el caso del personaje Dostoievski. No, son seres humanos que no entienden qué pasa en el mundo, qué pasa con su vida, que no entienden por qué los acaban de detener en la mañana o por qué se convirtieron al despertar en una cucaracha. Así que el aspecto sombrío, el aspecto guerrero del siglo XX, el aspecto cruel del capitalismo o del totalitarismo, la acción violenta de los órganos de la sociedad contra el individuo, ha logrado este producto en la literatura, este proceso del héroe al antihéroe. Hasta la novela policiaca los mejores protagonistas son los antihéroes, los detectives que se pronuncian contra la sociedad o que trabajan al lado de ella, pero no con ella, y los otros, los policías, los inspectores, la prolongación del aparato social, administrativo, son siempre antihéroes, son siempre personajes pesados, impositivos.
Que no tienen ya nada de lo admirable que pudieran tener…
… los otros, que no tienen sangre, más que preceptos que aplicar, y aplicar sin piedad.
En este sentido, ¿de qué forma a usted también maneja antihéroes?, porque su protagonista de El tañido de una flauta es alguien que está en el intento de la escritura…
Claro, todas mis novelas tienen también antihéroes, algunas con signo y otras con signo negativo. Mi primer protagonista es este escritor que nunca acaba de escribir su novela, que desgasta su vida, que viaja constantemente para desarraigarse de esto, que no quiere ser parte de ningún establishment. Ahora, hay antihéroes detestables en algunas de mis novelas, como el Dante C. de la Estrella en Domar a la divina garza, que es un antihéroe repugnante, pero en todo mi mundo está el antihéroe, a veces hasta los niños son antihéroes.
Pero tampoco es una realidad siniestra, sino tragicómica…
Sí, bueno, trato, sobre todo en mis últimos libros, de ponerlos en torno al carnaval, como si el mundo fuera eso, para quitarle el aspecto trágico, para visualizarlo como un paisaje, como por ejemplo Balzac lo hace con la Comedia humana. La vida de una ciudad es una comedia según él, y en mucha de la literatura contemporánea sería un vodevil o un carnaval, y a veces un carnaval trágico.
El escritor Sergio Pitol Demeneghi. Fotografía: Jorge Castillo.
[1] Aparecida originalmente como: Domínguez, C. «El humor es algo que uno puede disfrutar y utilizar como instrumento de vida: Pitol», en Gaceta de la Universidad Veracruzana 24 (agosto 1999): 2-7.