La participación ciudadana y la rendición social de cuentas en México1
Dr. Felipe Hevia de la Jara
Dr. Felipe Hevia de la Jara
Introducción
En México, el desarrollo de las instituciones de rendición de cuentas, incluyendo la contraloría social y otras formas de participación ciudadana para hacer responsables a los gobernantes por sus actos, ha venido desarrollándose bajo dos grandes ejes. Por un lado, estos instrumentos han proliferado como parte de los procesos de fortalecimiento democrático y, por otro lado, como instrumentos específicos de combate a la corrupción. Como veremos en los siguientes apartados, México ha avanzado más desde el primer eje, enfatizando importantes cambios institucionales pero dejando de lado una verdadera reforma participativa, que es fundamental para comprender la evolución (y limitaciones) de los procesos de rendición de cuentas recientes.
Como veremos al final de este capítulo, el aporte de las organizaciones civiles y sociales al control democrático de los gobiernos es enorme, no sólo porque al gozar de mayor autonomía pueden ejercer sus funciones con mayor libertad y con más interés (puesto que vigilan temas que les importan realmente), sino también porque pueden utilizar recursos de poder de manera más directa, en especial los recursos reputacionales. Sin embargo, más allá de las potencialidades teóricas del control, es necesario seguir documentando los impactos reales de estos instrumentos.
Esto hace que el libro que tienen en sus manos sea pertinente y relevante. Pertinente porque ayuda a llenar el vacío de información empírica sobre las potencialidades y limitaciones de estas experiencias, y relevante porque permite dimensionar la necesidad de incluir la participación como un elemento central, no secundario, de las reformas contra la corrupción y a favor de una profundización democrática que se han venido elaborando a finales de 2012.
El argumento central de este documento introductorio es rescatar la importancia del control social de las organizaciones civiles y sociales, y ubicarlo como un tipo de rendición social de cuentas diferente a los instrumentos definidos como «contraloría social» en los últimos años. Estas formas de control entregan importantes lecciones, tanto en términos de autonomía como de recursos de poder, a los comités de contraloría social más gubernamentales.
Para desarrollar este argumento, la exposición se divide en tres grandes apartados, en el primero se sitúa el contexto de la rendición de cuentas en México; en el segundo se especifica la ausencia de reformas pro-participación a pesar de que el derecho a la participación para la rendición de cuentas está protegido por diversos tratados internacionales; y el tercero analiza específicamente las lecciones que se pueden aprender de los procesos de control social ejecutados por organizaciones civiles y sociales.
Antecedentes: el largo camino de las reformas pro-rendición de cuentas2
El desarrollo de la rendición de cuentas es un proceso relativamente reciente en México.3 Dos de las principales características del régimen político mexicano de la segunda mitad del siglo XX, denominado posrevolucionario, y que mantuvo cierta estabilidad desde la década de 1930, hasta fines de la década de 1980, fueron su presidencialismo centralista y la existencia de un partido-Estado que controlaba los sectores social, privado y gubernamental en los niveles federal, estatal y municipal. La dictadura perfecta recaía en el poder absoluto del presidente de la República, quien por medio del partido-Estado, controlaba a los poderes judicial y legislativo, y a los gobernadores de las 31 entidades federativas.4
En términos regionales, el control centralista del presidente era evidente. Sólo a fines de la década de 1970, por primera vez, un partido de oposición triunfaba en una elección estatal. Si bien se repitió en las urnas en un par de ocasiones, fue recién en el año 1994, en Tabasco, cuando un gobernador se impuso a la voluntad del presidente de la República (W. A. Cornelius, 1999).
Algo similar pasaba con los poderes legislativo y judicial. Si bien la Constitución de 1917 —resultado de la revolución iniciada en el año 1910— contemplaba la separación de poderes autónomos en Ejecutivo, Legislativo y Judicial (art. 49), fue sólo hasta 1994 cuando se realizaron reformas para disminuir el peso del presidente de la República, con la designación de los ministros de la Suprema Corte y con la creación del Consejo de la Judicatura como instancia colegiada de administración, vigilancia y disciplina del propio Poder Judicial (López Ayllón y Fix Fierro, 2000). Y recién en el año 1997, por vez primera desde su creación, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió la mayoría absoluta en las cámaras del Congreso de la Unión, fortaleciéndose de esta forma la capacidad del Poder Legislativo como contrapeso efectivo de un Poder Ejecutivo sumamente fuerte (Lujambio, 2001).
Un antecedente de la organización ciudadana contemporánea lo constituyeron los movimientos estudiantiles de 1968.
La literatura coincide en que el modelo posrevolucionario en México, que tuvo excepcional estabilidad, comenzó a fracturarse en términos políticos a partir de las protestas estudiantiles de mayo de 1968, donde se hizo evidente que el modelo corporativo implementado por el general Lázaro Cárdenas, a fines de 1930, ya no tenía capacidad para representar en el interior del partido-Estado nuevos grupos, ni para mantener los niveles de distribución corporativa-clientelar por vía de organizaciones sociales, campesinas y sindicales. Así, en la década de 1980 muchos acontecimientos fueron marcando el fin de la época posrevolucionaria. Con una mayor fragmentación política, con un Estado menos fuerte, implementando reformas neoliberales, con el reconocimiento de la «sociedad civil» como actor del espacio público luego del terremoto de 1985 y del fraude electoral de 1994, el régimen posrevolucionario fue perdiendo los mecanismos de control necesarios para su reproducción social y se fue abonando el espacio público para construir o fortalecer instituciones de rendición de cuentas (R. Hernández, 1992; Isunza Vera, 2001; Aziz Nassif y Alonso, 2005).
Las buenas noticias: reformas pro-rendición de cuentas de fin de siglo
Además de las reformas que permitieran una efectiva división de poderes y federalismo, los años noventa fueron testigos del nacimiento de diversos órganos para controlar y regular actividades tradicionalmente llevadas a cabo por el Poder Ejecutivo. Así, en el ámbito económico, se dio autonomía al Banco de México y se crearon una serie de órganos reguladores de algunas actividades económicas, como la Comisión Reguladora de Energía o la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, y en el ámbito político se creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en el año 1990 y reformada en 1992, y se reformó el Instituto Federal Electoral (IFE) en el año 1996, lo que posibilitó la transición del Ejecutivo Federal en el año 2000 (Isunza Vera, 2006; López Ayllón y Merino, 2010; López Ayllón y Haddou, 2007).
La creación de estos órganos públicos autónomos, que además sirvieron como base para crear en cada uno de los estados comisiones de derechos humanos e institutos electorales autónomos, donde la sociedad tiene un lugar en la integración del consejo consultivo del primero y en el órgano de máxima decisión del segundo, fueron posiblemente los avances más significativos de la rendición de cuentas en México en la década anterior (Ackerman, 2007).
Por esto, en México fue el déficit democrático, más que el combate a la corrupción, el principal motor de la rendición de cuentas. Y no precisamente porque no hubiera corrupción, sino porque ésta era menos visible y cuestionada.5 Como afirman Carbonell y Vázquez:
En el caso de México, durante la etapa fuerte del autoritarismo la corrupción fue increíblemente mayor que la que ha habido en los últimos tiempos. La razón es muy sencilla: el poder gubernamental, en ese entonces, no tenía contrapeso alguno, no había nadie que pudiera llamar a cuentas a los funcionarios públicos, no existía un Poder Judicial independiente y el ordenamiento jurídico ni siquiera contemplaba los mecanismos y las instituciones necesarios para hacer efectivas las responsabilidades de los funcionarios. La corrupción era el régimen (Carbonell y Vázquez, 2003: 9).
En efecto, bajo el régimen centralista y presidencialista, la corrupción, el patrimonialismo y la discrecionalidad eran parte del sistema, pero como el sistema «funcionaba», la corrupción era menos visible. Las dependencias oficialmente encargadas de atacarlas —tanto los órganos internos de control, que luego se transformarían en la Secretaría de la Contraloría y Desarrollo Administrativo, Secodam, como los órganos externos de control, la Contaduría General de Hacienda— cumplían funciones más de vigilancia y control a los funcionarios que como agencias anticorrupción. Cuando el sistema comienza a mostrar sus limitaciones, el conocimiento de actos corruptos, más que castigarse, comienza a administrarse con fines políticos: la cooptación o la represión funcionando no sólo para captar a opositores e intelectuales, sino también para controlar a burócratas. Una vez que el sistema entra en aprietos, y en el contexto de profundas crisis económicas (1982 y 1994) es donde la corrupción del régimen parece algo insostenible aunque en la práctica imposible de erradicar.
El combate a la corrupción, fuertemente influido por las agencias de crédito internacionales que tuvieron que entregar préstamos millonarios en la crisis de 1994, también implicó la modificación de las dependencias gubernamentales encargadas de combatir la corrupción. Así, en el año 1999 la Contaduría Mayor de Hacienda tuvo una reforma que la transformó en la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y, en el año 2000, la Secodam se transformó en la Secretaría de la Función Pública, ambas orientadas más específicamente a detectar y combatir actos irregulares o corruptos, pero con grandes diferencias. Mientras la ASF fue fortalecida por medio de la ampliación de su autonomía, la SFP siguió dependiendo directamente del Ejecutivo Federal y sus acciones siguieron siendo usadas más para el control interno que para el combate efectivo de la corrupción (Figueroa, 2007).
En el año 2001, en parte como producto de la apertura democrática visible en la alternancia del Ejecutivo Federal, y como impulso al combate a la corrupción, se dio otro avance significativo hacia la rendición de cuentas: la promulgación de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental y la creación del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública (IFAI) en el año 2002 (Fox, 2007a).
Estos procesos de reformas, tanto los orientados a la democratización —separación de poderes, creación de órganos públicos autónomos de defensa de derechos— como los orientados al combate a la corrupción —fortalecimiento de agencias fiscalizadoras, y creación de órganos de transparencia y acceso a la información— fueron complementados con una tercera oleada de reformas administrativas que, como las anteriores, han tenido un resultado variable: la intención de establecer un servicio civil de carrera y el fortalecimiento de la evaluación de los programas y políticas gubernamentales.
En efecto, en el año 2003 se promulgó la Ley del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal (Cadena, 2003) y, en el año 2007, se emitieron los lineamientos Generales para la Evaluación de los Programas Federales de la Administración Pública Federal (CONEVAL, 2011), siendo estos dos avances más silenciosos pero potencialmente más efectivos, para lograr la información y justificación de los actos de gobierno y combatir el patrimonialismo en la burocracia mexicana.
Hasta aquí, se puede afirmar que las instancias de rendición de cuentas en México de la primera década de 2000 se generaron por medio de cinco tipos de reformas, no necesariamente secuenciales. La primera, consistió en el fortalecimiento efectivo de la separación de poderes —reforma judicial 1994, 1996 y 1999; reformas electorales, desde 1977, culminando en la reforma de 1996, que llevó al gobierno dividido de 1997; reformas relacionadas con los procesos de descentralización en 1990 y en el gobierno de Zedillo—; la segunda, fue la creación de organismos públicos autónomos encargados de controlar funciones claves, originalmente a cargo del Ejecutivo Federal —Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), creada en el año 1990 y reformada en 1992 y 1999; y el Instituto Federal Electoral (IFE), con autonomía plena y ciudadanizado en 1996—; la tercera, fue la creación de una serie de órganos reguladores para mercados (COFEMER, Consar, entre otros); una cuarta, el fortalecimiento y creación de órganos semiautónomos de acceso a la información y combate a la corrupción —la transformación de la Contaduría Nacional de Hacienda a Auditoría Superior de la Federación (ASF) en el año 1999 y la creación del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública Gubernamental (IFAI) en el 2002—; y una quinta, el establecimiento de reformas administrativas para mejorar la calidad de la función pública —con el servicio civil de carrera en el año 2003, y la obligatoriedad de evaluaciones para los programas del gobierno federal, en 1999 y 2007.
Hacia la década de los ochenta se fragmenta el modelo corporativo implementado por Lázaro Cárdenas,
dada la incapacidad para representar en el interior del partido-Estado a nuevos grupos.
Dificultades para la consolidación
Los efectos de estas reformas en el fortalecimiento de la democracia y el combate a la corrupción, si bien han sido positivos en su conjunto, no han sido los esperados. Sobre la autonomía de los poderes, el Poder Judicial no ha logrado disminuir los altos índices de impunidad a pesar de sus reformas. La dependencia del Ministerio Público al Ejecutivo Federal —quien lo sigue usando de forma discrecional—; los altos niveles de corrupción dentro del Poder Judicial, las dificultades para su fiscalización (Carbonell, 2007); y el desempeño de la justicia en casos emblemáticos son determinantes para mantener el clima de impunidad y no logran cambiar la percepción generalizada que la justicia sirve a los poderosos y no hay igualdad ante la ley (Scherer, 2009). Por otro lado, el Legislativo ha mostrado un papel más activo como contrapeso del Poder Ejecutivo; sin embargo, los mecanismos de fiscalización generalmente utilizados, como las comisiones de investigación y las comparecencias de los secretarios, sólo tienen efectos políticos en la conformación de las comisiones, no en sus resultados, funcionando como «tapaderas» y ajuste de cuentas en casos emblemáticos de corrupción.6 Igualmente, el Congreso muestra limitaciones serias de rendición de cuentas, en parte por la imposibilidad de reelección directa de diputados y senadores y, en parte, por pocos vínculos con sus distritos, lo cual hace que rindan cuentas a su partido más que a sus electores. Los cambios presupuestales y el debilitamiento de los controles centrales han hecho de los estados pequeños feudos donde, como planteó Cornelius (1999), se fortalecen los gobiernos autoritarios y opacos con muy débiles mecanismos de rendición de cuentas. Casos emblemáticos como Puebla, Oaxaca o Jalisco, donde los gobernadores cometen atropellos que quedan impunes totalmente y que, a diferencia del pasado, ni siquiera tienen el contrapeso del presidente de la República para manejar discrecionalmente sus gobiernos.
Sobre el segundo tipo de reformas, los organismos públicos autónomos (CNDH e IFE) han logrado construir instituciones más o menos confiables para la ciudadanía después de muchos años y millones de pesos. Sin embargo, ambos enfrentan serios problemas de desempeño y disminución importante en la confianza ciudadana, en gran parte producto de déficits centrales en el sistema de selección de sus autoridades (Olvera, 2010). En el caso de la CNDH, aun teniendo el presupuesto más grande de América Latina para un organismo de protección de DH, su desempeño ha sido decepcionante en todos los ámbitos (Programa Atalaya, 2008), mostrándose incapaz de establecerse como una contraparte al Poder Ejecutivo. En el caso del IFE, luego de las reformas del año 1996, de ser considerado un ejemplo de mecanismo transversal de accountability (Isunza Vera, 2006) y de haber llevado con éxito las elecciones claves del año 1997 —cuando el PRI perdió la mayoría en el Congreso— y del año 2000 —cuando perdió el Ejecutivo Federal—, la imposición partidaria para la selección del consejo en el 2003, y la incapacidad demostrada por los consejeros en procesos claves de las elecciones de 2006, mostró un retroceso claro sobre la limpieza en las elecciones de 2006 (Crespo, 2008; Aziz, 2007), al punto que, con la información oficial, no puede determinarse quién ganó las elecciones pasadas (Crespo, 2008).
El tercer tipo de instituciones, los órganos reguladores, han mostrado también claroscuros en su desempeño, puesto que, en una buena proporción de ellos, han tenido que enfrentarse a monopolios públicos o privados que han limitado su accionar (López Ayllón y Haddou, 2007). El cuarto tipo de reformas es la creación de agencias semiautónomas de transparencia y combate a la corrupción, las cuales han logrado en su conjunto mejores resultados que fortalecen la dimensión de ejecución de la rendición de cuentas, pero limitaciones igualmente importantes para fortalecer la dimensión de la sanción. En efecto, gracias a las reformas del año 1999, la ASF ha logrado transformar sus prácticas, implementando un servicio profesional de carrera, auditorías de desempeño y una amplia difusión de sus informes, convirtiéndola así en un actor obligado para conocer la dimensión de los desvíos de recursos e irregularidades en el presupuesto del Ejecutivo Federal. Sin embargo, hasta el momento ha tenido serias limitaciones para ejercer acciones penales o administrativas frente a los presuntos responsables de los desvíos y problemas para fiscalizar otros poderes de la Unión, como el Poder Judicial. Por otro lado, el IFAI generó una expectativa alta sobre la protección del derecho al acceso de la información pública pero problemas y opacidad en los mecanismos de sucesión de los consejeros han debilitado su accionar (Olvera, 2010).
Finalmente, el quinto tipo de reformas es el fortalecimiento administrativo por medio del servicio civil de carrera y los sistemas de evaluación de la función pública, éstas son apuestas menos aparatosas en términos institucionales pero posiblemente son más efectivas para mejorar la política pública, haciéndola que responda a las expectativas ciudadanas y generando así una mejor democracia.
En este contexto, como veremos en el siguiente apartado, la inclusión de la participación en los procesos de rendición de cuentas, si bien ha tenido pasos importantes, ha resultado a todas luces insuficiente.
La participación ciudadana y la rendición social de cuentas
En efecto, el Ejecutivo Federal y los ejecutivos estatales han desarrollado algunos instrumentos para fortalecer la participación ciudadana en el combate a la corrupción, siendo los tres más importantes la contraloría social, el monitoreo ciudadano y el testigo social (Hevia, 2011b).
La contraloría social en particular, como instrumento de participación ciudadana, ha experimentado avances significativos en términos discursivos y operativos. A grandes rasgos, desde su nacimiento oficial a principios de la década de 1990 la contraloría social se desarrolló en dos grandes vertientes: por un lado, el desarrollo de sistemas de atención ciudadana, y por otro, la creación de comités de beneficiarios para la vigilancia específica de obras y servicios (Vázquez Cano, 1994). Durante los últimos años de 1990 y los primeros de 2000 los esfuerzos se encaminaron hacia la primera vertiente, encontrándose una limitación conceptual al reducir la contraloría social a buzones de quejas (Hevia, 2006). Sin embargo, a partir de la promulgación de la Ley General de Desarrollo Social, en 2004, y de los lineamientos operativos relacionados con la gestión de los comités de contraloría social, la vertiente colectiva tomó fuerza, y se desarrollaron cientos o miles de comités colegiados de controlaría social auspiciados por los programas federales y estatales de desarrollo social (Hevia, Ocejo, y Viveros, 2008; Secretaría de la Función Pública, 2009).
A pesar de este impulso de retornar la vertiente de acción colectiva que ha tenido en los últimos años la contraloría social, los instrumentos de rendición de cuentas social, en especial aquellos fomentados por organizaciones de la sociedad civil (OSC) han tenido menor impulso institucional. En otras palabras, la reducción de contraloría social a comités de contraloría social en la práctica deja fuera una enorme cantidad de instrumentos de control social que no son organizados desde las instancias gubernamentales y que se identifican genéricamente como las instancias de rendición social de cuentas o accountability social.
Según el clásico texto de Peruzzotti y Smulovitz
…la accountability social es un mecanismo de control vertical, no electoral, de las autoridades políticas basado en las acciones de un amplio espectro de asociaciones y movimientos ciudadanos, así como también en operaciones mediáticas. Las iniciativas de estos actores tienen por objeto monitorear el comportamiento de los funcionarios públicos, exponer y denunciar actos ilegales de éstos y activar la operación de agencias horizontales de control. La accountability social puede canalizarse tanto por vías institucionales como no institucionales. Mientras que las acciones legales o los reclamos ante los organismos de supervisión son ejemplos de las primeras, las movilizaciones sociales y las denuncias mediáticas, orientadas usualmente a imponer sanciones simbólicas, son representativas de las segundas (Peruzzotti y Smulovitz, 2002: 32).
Así, podemos encontrar casos de organizaciones civiles que ejercen la investigación técnica independiente, la concertación y la denuncia sobre campos específicos de políticas públicas; como el medio ambiente, la situación de las mujeres, el desarrollo social o la seguridad pública. Pero también se incluye aquí el rol que juega la prensa —en especial periodismo de investigación— en el control, utilizando capital simbólico y afectando la reputación de las autoridades imputadas.
Organismos públicos autónomos han logrado construir instituciones más o menos confiables
para la ciudadanía después de muchos años y millones de pesos.
Como es evidente, estos tipos de participación orientadas al control se complementan en teoría con los mecanismos institucionales de contraloría social, pero en la práctica son pocos los casos de dicha complementación. Y esto es lamentable por el enorme potencial de las acciones de vigilancia y control de las OSC para fortalecer no sólo la rendición social de cuentas, sino también para generar sinergias entre los miles de comités de contraloría social y las OSC, tanto por los niveles de autonomía que gozan, como por la activación de ciertos recursos de poder, como se analiza más adelante.
Antes de analizar en detalle algunas lecciones importantes que las experiencias de rendición de cuentas social nos dejan, conviene recordar que estas acciones, si bien no son «gubernamentales» sí están amparadas por las leyes mexicanas.
Marco legal para la participación ciudadana para la rendición de cuentas7
En efecto, la participación para el control en México es un derecho constitucional. México ha ratificado las principales convenciones contra la corrupción vigentes en América Latina donde se coincide en incorporar a la participación ciudadana como un mecanismo de prevención frente al combate a la corrupción.
En 1996, se firmó en Caracas la Convención Interamericana contra la Corrupción en el marco de la Organización de Estados Americanos, que entró en vigor en México en 1997. Dicha convención establece la creación y fortalecimiento de «mecanismos para estimular la participación de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales en los esfuerzos destinados a prevenir la corrupción» (Art. III Fr.11). También se establece la importancia de la asistencia y cooperación en relación con las formas y métodos de participación ciudadana en la lucha contra la corrupción entre los Estados Partes (Art. XIV, fr.2) (Organización de los Estados Americanos, 1996). Un punto interesante de la convención de la OEA fue la creación de mecanismos de seguimiento de su implementación, por medio de rondas de análisis, informes oficiales, comités de expertos, conferencias de los Estados Partes e informes independientes por parte de organizaciones de la sociedad civil (Organización de los Estados Americanos, 2012). Por medio de los mecanismos de seguimiento a esta Convención es posible establecer la postura oficial de los gobiernos frente al combate a la corrupción, y seguimiento de actores no gubernamentales.
Un año más tarde se firmó la Convención para Combatir el Cohecho de Servidores Públicos Extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales (Convención Anticohecho), de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OECD, 1997). En dicha convención, si bien no se incluye de manera explícita la participación de la sociedad, existe una recomendación revisada del Consejo para la Lucha Contra la Corrupción en las Transacciones Comerciales Internacionales de 1997, donde se incluye la existencia de consultas regulares con organismos internacionales, instituciones financieras internacionales, organizaciones no gubernamentales y representantes del sector privado en la materia.
En 2003 se firmó en la ciudad Mérida, Yucatán la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, que entró en vigor en México en 2005. En dicha convención de nueva cuenta se identifica a la participación ciudadana como un mecanismo de prevención en el combate a la corrupción, pero se le añaden funciones de sensibilización a la opinión pública sobre el problema de la corrupción. A diferencia de la Convención interamericana, presenta algunas medidas concretas para su fortalecimiento como el aumento de la transparencia y el acceso público a la información; fomentar la información pública y la creación de programas de educación pública en escuelas y universidades; y respetar, promover y proteger la libertad de buscar, recibir, publicar y difundir información relativa a la corrupción. Otra diferencia significativa con la Convención Interamericana es que la UNCAC incluye a la denuncia como mecanismo de participación. En la segunda fracción del artículo 13, se obliga a los Estados Partes a garantizar que el público tenga conocimiento de y fácil acceso a los mecanismos de combate a la corrupción, fomentando mecanismos de denuncia, incluso anónima, de cualquier incidente que pueda considerarse constitutivo de un delito (Naciones Unidas, 2003).
Sin embargo, en términos de legislación nacional, la participación de la sociedad en el combate a la corrupción es inexistente y sólo se prevé en el Programa Nacional de Transparencia, Rendición de Cuentas y Combate a la Corrupción.
Siguiendo a Merino y López Ayllón (2009), si bien la Constitución mexicana no establece de manera explícita el concepto de «rendición de cuentas» en los últimos años se han establecido diversas reformas constitucionales en ese sentido. Así, a los mecanismos tradicionales como la comparecencia de secretarios ante el Congreso de la Unión, y la creación de una entidad superior de fiscalización, se han añadido reformas orientadas a mejorar tres dimensiones básicas de la rendición de cuentas: información, armonización contable y responsabilidad administrativa. Del análisis de estas reformas en su conjunto, estos autores concluyen que «resulta evidente que, desde su diseño constitucional, estos conjuntos de normas que deberían integrar el sistema de rendición de cuentas están organizados conforme a principios distintos, con relaciones frágiles e inciertas, y responden a racionalidades y propósitos diversos» (López Ayllón y Merino, 2009: 16). A esta conclusión podríamos añadir la limitación de los espacios de participación a la sociedad civil en dichas reformas, puesto que con excepción de las reformas relacionadas con la transparencia y el acceso a la información pública, sólo se incluye la participación de la sociedad civil mediante pocos expertos contables reunidos en un comité consultivo en la Ley General de Contabilidad Gubernamental. Esto quiere decir que en relación con la legislación sobre el combate a la corrupción no hay mayor participación de la sociedad.
Por otro lado, el Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012 contiene el combate a la corrupción como uno de los objetivos estratégicos del Poder Ejecutivo Federal por medio de las siguientes estrategias: promoción de una cultura anti-corrupción; difundir las sanciones que se aplican a los servidores públicos para activar mecanismos de sanción social; reducir los trámites burocráticos; consolidar los órganos internos de control; fortalecer los sistemas de prevención, supervisión y control de la corrupción; y mejorar los mecanismos para facilitar la denuncia pública de los funcionarios, además de generar estrategias para combatir la corrupción en los ámbitos de procuración de justicia y centros de readaptación social. Otro de los objetivos de dicho plan, más allá del ámbito de la corrupción, es incluir a la ciudadanía en la gestión gubernamental por medio de la creación de consejos de participación ciudadana, de comités de ciudadanos independientes que participen en los tabuladores para regular salarios máximos de funcionarios públicos y por medio de la promoción del monitoreo y la evaluación de la gestión pública. También se propone en ese documento «contribuir al fortalecimiento de la democracia mediante el acuerdo con los poderes de la Unión, los órdenes de gobierno, los partidos, las organizaciones políticas y sociales, y la participación ciudadana», por medio del fortalecimiento del diálogo, la conciliación y la negociación con los actores políticos y sociales que conforman la pluralidad nacional (Poder Ejecutivo Federal, 2007).
El Programa Nacional de Rendición de Cuentas, Transparencia y Combate a la Corrupción 2008- 2012 (el programa encargado de implementar las estrategias diseñadas en el Plan Nacional de Desarrollo), establece como uno de los seis objetivos del gobierno federal «institucionalizar mecanismos de vinculación y participación ciudadana en el combate a la corrupción y mejora de la transparencia y de la legalidad» (Objetivo 4). Para ello, se plantean tres estrategias y siete líneas de acción, como se muestra en el siguiente cuadro:
Cuadro 1. Estrategias y líneas de acción del objetivo 4 (institucionalizar mecanismos de participación ciudadana en el combate a la corrupción).
Establecer condiciones en la APF y PGR para la participación ciudadana en el combate a la corrupción. | Establecer lineamientos para garantizar la participación ciudadana en acciones de prevención y combate a la corrupción en la APF. |
Fortalecer la participación social en la vigilancia de los programas federales a través de la emisión y seguimiento de marcos normativos y operativos. Promover en los órdenes de gobierno estatal y municipal la adopción de esquemas de contraloría social. |
Desarrollar capacidades en los sectores social y privado para su participación corresponsable en el combate a la corrupción.
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Establecer un programa de financiamiento a proyectos de organizaciones de la sociedad civil e instituciones de educación superior para la prevención y el combate a la corrupción en la APF.
Desarrollar mecanismos de participación ciudadana que contribuyan a la evaluación, vigilancia y seguimiento de la gestión pública, en particular en las políticas de mayor impacto para la ciudadanía en materia de rendición de cuentas, transparencia y combate a la corrupción. |
Establecer instancias, normas, procedimientos y mecanismos homogéneos para la atención ciudadana en la APF y PGR que respondan efectivamente a los planteamientos de la ciudadanía y le den mayor certeza frente al actuar de los servidores públicos. | Unificar, regular y dar seguimiento a las instancias y procedimientos para la atención y respuesta de quejas, denuncias y peticiones ciudadanas en la APF y PGR.
Generar protocolos y estándares de atención a la ciudadanía homogéneos y de calidad en APF y PGR.
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Fuente: Elaboración propia con información de (Secretaría de la Función Pública, 2008).
Sin embargo, al analizar los indicadores concretos para evaluar estas líneas de acción, es posible advertir cierta distorsión entre los planes y objetivos nacionales y prácticas concretas, puesto que la oferta de participación se reduce de manera significativa a tres indicadores: 1) cumplimiento de los lineamientos para garantizar la participación en acciones de prevención y combate a la corrupción en la APF; 2) programas federales que aplican esquemas de contraloría social; y 3) Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) que participan en el monitoreo de la gestión pública para contribuir a la transparencia y al combate a la corrupción. Así, las metas para 2012 son que el 100% de las entidades apliquen los lineamientos; que el 50% de los programas federales implementen esquemas de contraloría social y que el 50% de las OSC registradas en el Registro Nacional de OSC participen en esquemas de monitoreo ciudadano (Secretaría de la Función Pública, 2008). Y, por lo demás, en el último informe de ejecución del Plan Nacional de Desarrollo no se da cuenta del alcance de estas metas en el rubro correspondiente (Gobierno Federal, 2012).
Los importantes pero limitados avances de la institucionalización de la participación ciudadana
Como afirma la literatura, el entorno político, normativo y cultural es vital para fomentar la creación y fortalecimiento de asociaciones y organizaciones de ciudadanos (Avritzer, 2010; Incide Social AC, 2007). Por esto desde la década de 1980 en México múltiples organizaciones promovieron la creación de nuevos marcos legales y políticos que fomentaran a las agrupaciones y sus actividades y que culminó en la promulgación por unanimidad de la Ley Federal de Fomento a las Actividades Realizadas por las Organizaciones de la Sociedad Civil (en adelante LFF) en 2004. A pesar de las limitaciones y vacíos de esta legislación, su implementación sin duda resulta un gran avance para transparentar las relaciones entre las organizaciones de la sociedad civil (OSC) y el gobierno federal, las que en la historia reciente del país estuvieron caracterizadas por la opacidad, el intento de control o cooptación gubernamental y la desconfianza mutua (Isunza Vera, 2001; Olvera, 1999).
Sin embargo, a pocos años de su promulgación, diversas investigaciones muestran los pocos impactos que ha tenido su implementación en dos áreas centrales para el fortalecimiento de las OSC y el cumplimiento de la LFF: el financiamiento público y la inclusión de OSC en instancias públicas de deliberación. (Incide Social AC, 2007; García et al., 2009; García et al., 2010).
En efecto, las investigaciones muestran que importantes cantidades de recursos siguen siendo asignados de manera discrecional a organizaciones paraestatales, y la inversión pública sigue siendo sólo una fracción menor respecto al monto que las OSC reciben de donaciones privadas (García et al., 2009; Consejo Técnico Consultivo, 2011). Paralelamente, al sistema corporativo hegemónico se contrapone una energía social de ciudadanos, fundaciones y empresas al donar a organizaciones civiles no lucrativas en 2006 la cantidad de 40 mil millones de pesos, un monto varias veces superior a los mil 700 millones de pesos canalizados por el gobierno federal para organizaciones civiles en el mismo periodo. Esta situación se mantiene en el tiempo, ya que prácticamente los recursos federales no se han incrementado sustancialmente y parte de éstos se canalizan a organizaciones paragubernamentales (García et al., 2009; Incide Social AC, 2007).
Algo similar pasa con la inclusión de OSC en espacios de participación y deliberación al interior de la administración pública federal. A pesar de que la implementación de consejos consultivos y deliberativos en diversos campos es uno de los objetivos estratégicos del Plan Nacional de Desarrollo, la inclusión de OSC en estos espacios es limitada, y los impactos de estas instancias también. Según Hevia, Vergara Lope y Ávila (2009) en la normatividad federal existe un total de 409 instancias públicas de deliberación —instituciones colegiadas donde actores gubernamentales y no gubernamentales deliberan en el espacio público sobre diversos campos de políticas sectoriales— de las cuales sólo 162 (el 31.7%) incluía la presencia de actores no gubernamentales. Luego de un análisis sobre el nivel de información pública y el desempeño de estas instancias, los autores concluyen que estos espacios funcionan más o menos y sirven poco (Hevia, Vergara-Lope, y Ávila, 2011).
Lecciones que aprender de la rendición social de cuentas
A pesar de lo anterior, las experiencias de OSC que se muestran en este libro entregan importantes lecciones para el fortalecimiento de la rendición de cuentas en México. Siguiendo con los instrumentos que propone Nuria Cunill para analizar los mecanismos de responsabilización por control social, la autonomía y los recursos de poder son los elementos centrales para comprender las potencialidades y limitaciones de este tipo de ejercicios (Cunill, 2000).
Autonomía
Como ya hemos analizado en otra parte (Hevia, 2011c) la autonomía tiene que ver con la capacidad de los colectivos para tomar sus propias decisiones sobre composición y funciones. Según el diccionario, es la condición de quien, para ciertas cosas, no depende de nadie y también como la potestad que dentro de un Estado tienen municipios, provincias, regiones u otras entidades, para regirse mediante normas y órganos de gobierno propios.
La autonomía es un tema central tanto en ejercicios de participación, como en ejercicios de rendición de cuentas (Isunza Vera y Gurza Lavalle, 2010). En relación con el primer punto, como afirma el clásico texto de Jonathan Fox, la importancia de la construcción de autonomía es tal que puede ser el factor clave para marcar el difícil paso del clientelismo a la ciudadanía (Fox, 1994). En una tradición histórica marcada por el corporativismo y la dependencia de las organizaciones a un partido hegemónico que al mismo tiempo era Estado (Aziz Nassif y Alonso, 2005), construir organizaciones y asociaciones autónomas del poder oficial fue un reto y un proceso clave que marcó el reconocimiento de nuevos actores sociales en la vida pública, los que pudieron ampliar los límites de la democracia en la década de 1990 (Isunza Vera, 2001; Olvera, 1999).
Pero en términos de control, la independencia del agente evaluador es un principio básico de auditoría (O. F. Luna, 2007). Para el caso del control social, según Cunill, lograr la autonomía de los actores habilitados para ejercer el control social es un elemento esencial. De ahí que las acciones que llevan a cabo OSC, que se caracterizan y definen por su autonomía, resultan ser centrales.
En efecto, tal como la literatura coincide, las OSC buscan de manera expresa tener independencia y autonomía con respecto al poder gubernamental, al mercado (Olvera, 1999). De ahí que las acciones de control que establezcan, se supone, estarán orientadas, si no por el interés público, al menos por intereses semipúblicos (Tanaka, 2001).
A pesar de todos los problemas para caracterizar el tipo de interés que defiende un colectivo tan grande y heterogéneo como los que designa el concepto de «sociedad civil» (Hevia, 2012) en términos comparativos es mucho mayor la autonomía que puedan tener las organizaciones respecto a los comités de contraloría social, compuesto por beneficiarios que se enfrentan a importantes asimetrías de poder (Hevia, 2011d), y que pueden implicar —al menos de manera potencial— la pérdida de beneficios por ejercer control. Que las consecuencias del proceso de control no impacten de manera directa en sus intereses les permite incursionar en otras temáticas que, en la práctica, están vetadas para los comités, como los procesos de licitación o asignación de diversos bienes o servicios, y enfrentar de mejor manera las potenciales amenazas que, en otros contextos, los beneficiarios de programas sociales suelen recibir.
La autonomía también les permite cierta «agilidad» en comparación con otras figuras de control social, como los comités, puesto que no dependen de «reglas de operación» u otros cuerpos legales para asociarse, ni tienen limitaciones sobre los mecanismos de integración, selección interna de autoridades, etcétera.
Recursos de poder
Junto con la autonomía, los recursos de poder son los elementos críticos para caracterizar la eficiencia y eficacia de las instancias de control social. Estos recursos son las herramientas concretas que tienen los actores sociales para vigilar y controlar y sin ellas en rigor no puede hablarse de control social.
Como es evidente, existen diferentes tipos y recursos de poder para ejercer el control social, y requisitos previos sin los cuales es difícil hablar de acciones de contraloría social fuerte. Los requisitos previos para poder activar recursos de poder son tres: información, capacitación y comunicación con los operadores y los órganos de control. Sin estos elementos, donde sobresale por su criticidad el primero, no es posible la rendición de cuentas. Tal como afirma López Ayllón y Merino, se necesita información y cuentas para tener acceso a la información y rendir cuentas (López Ayllón y Merino, 2009).
A su vez, existen dos grandes tipos de recursos de poder: los directos, que tiene que ver con el poder alterar el curso de acción/decisión y con el poder de veto; y los indirectos, que tienden a activar los mecanismos horizontales de RdC (Cunill, 2000; Cunill, 2009). El poder informal abarca aquellas experiencias donde los actores sociales tienen relaciones formales e institucionales con las agencias gubernamentales, como las recomendaciones de consejos consultivos o la participación en juntas de gobierno, o la comunicación directa de comités de contraloría social con órganos internos de control de las dependencias, hasta los que logran activar las agencias horizontales por medio del uso de los medios de comunicación, y la activación de los denominados «costos reputacionales» (Peruzzotti y Smulovitz, 2002).
Así, si bien en principio podría pensarse que los comités pro-gubernamentales podrían tener mayores recursos de poder al estar protegidos por normas legales, incluyendo la Ley General de Desarrollo Social, en la práctica las experiencias de control «por fuera» de estos comités parecen acceder a mayores recursos de poder, puesto que mantienen la posibilidad de activar recursos indirectos (para poner una queja o denuncia no se necesita integrar algún comité de contraloría social), también pueden ejercer costos reputacionales, por medio de denuncias en medios de comunicación, los que según las encuestas de cultura política han venido perdiendo peso como repertorio de movilización (Secretaría de Gobernación, 2008), pero también en algunos casos por medio del uso de instrumentos institucionales de participación, como es el caso de algunos Consejos Consultivos de Desarrollo Sustentable, de la SEMARNAT, donde las recomendaciones que han logrado generar organizaciones civiles han sido acatadas por la autoridad a pesar de no tener carácter vinculante, por el compromiso de responder a estos consejos consultivos (Hevia y Isunza Vera, 2011; de Buen Ricardi, 2012).
Para concluir…
Si logré convencer al lector que los aprendizajes de las experiencias de control y vigilancia llevadas por organizaciones de la sociedad civil representan un campo fértil de aprendizaje, tanto para las formas más gubernamentales de contraloría social, como para los instrumentos más variados de rendición social de cuentas, entonces la lectura de los capítulos que componen este libro será indispensable para ir documentando y rescatando las potencialidades de estas experiencias, pero también para ir identificando los límites estructurales que deben ser resueltos para garantizar el ejercicio de la soberanía más allá del voto, que es el gran pendiente de la democracia en nuestros días.
No me queda más que felicitar a los compiladores por la iniciativa, a los autores de los capítulos por el esfuerzo por documentar y transformar la acción en conocimiento, y a la Comisión Permanente de Contralores Estados-Federación por llevar a cabo este esfuerzo colectivo.
Capítulo introductorio del libro: VV.AA. Rendición social de cuentas en México. Evaluación y control desde la sociedad civil. Comisión Permanente de Contralores Estados-Federación (Región Centro Golfo-Istmo)/ Secretaría de la Función Pública-Gobierno de la República/ Secretaría de la Función Pública-Gobierno del Estado de Zacatecas/ Secretaría de la Contraloría y Transparencia Gubernamental-Gobierno del Estado de Oaxaca/ Secretaría de la Contraloría y Transparencia Gubernamental Gobierno del Estado de Hidalgo/ Secretaría de la Contraloría-Gobierno del Estado de Puebla/ Secretaría de la Función Pública-Gobierno del Estado de Tlaxcala/ Contraloría General-Gobierno del Estado de Veracruz, 2013, p. 17-35.
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Este apartado se basa en Hevia, 2011a.
Este trabajo entiende a la rendición de cuentas como aquellos procesos para hacer a los sujetos responsables por sus acciones, o como lo define Jonathan Fox, para limitar el uso y sancionar el abuso del poder (Fox, 2007a). La rendición de cuentas se compone de tres dimensiones –información, justificación y sanción. Según Schedler: “A” rinde cuentas a “B” cuando está obligado a informarle sobre sus acciones y decisiones (sean pasadas o futuras), a justificarlas y a sufrir el castigo correspondiente en caso de mala conducta (Schedler, 2004: 19). Para mayor discusión al respecto ver (Isunza Vera y Olvera, 2006; López Ayllón y Merino, 2010; Fox, 2007b).
La literatura al respecto es sumamente extensa, ver por ejemplo: Isunza Vera, 2001; Alonso, 1982; Aziz Nassif y Alonso, 2005; Adler-Lomnitz 2001.
Aquí utilizamos la definición de Garzón: “La corrupción consiste en la violación limitada de una obligación por parte de uno o más decidores con el objeto de obtener un beneficio personal extraposicional del agente que lo(s) soborna o a quien extorsiona(n) a cambio del otorgamiento de beneficios para el sobornante o el extorsionado que superan los costos del soborno o del pago o servicio extorsionado” (Garzón, 2003: 30–31).
Algunos casos emblemáticos son el enriquecimiento de los hijos de la ex primera dama Marta Sahagún de Fox; del ex gobernador del Estado de México, Arturo Montiel o del ex secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño.
Este apartado se basa en Hevia 2011b.
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